Los dos Mario Vargas Llosa
Por Manuel Clavell Carrasquillo
De la Redacción de Estruendomudo
Recuerdo haber leído durante décadas a dos Mario Vargas Llosa. A uno lo devoré ampliamente, desayunándome sus largas columnas sobre arte o cultura y sus retantes novelas experimentales (“La casa verde”, “La guerra del fin del mundo”). Al otro lo ignoré cuanto pude, echando al zafacón sus columnas panfletarias sin tan siquiera acabarlas.
Viví con intensidad la alternancia de estos Mario desde 1989, leyendo en el diario ‘El Nuevo Día’ artículos de calidad opuesta firmados por la misma persona.
Por un lado, analicé con placer textos ensayísticos brillantes, articulados en forma amena, clara y erudita, mediante los cuales este Mario sostuvo con alta esgrima opiniones profundas sobre libros, películas, personalidades y exposiciones de Latinoamérica que estaban completamente fuera de mi alcance como adolescente puertorriqueño sin internet, sin Cable TV ni salario.
De otro, tropecé con las páginas rancias del Mario contrincante, manchadas con burdas consignas de polemista simplón dedicado a aplaudir las cuestionables hazañas de las elites políticas de todas las derechas latinoamericanas compradas por los Estados Unidos de América y, además, a enfangar cualquier crítica izquierdosa en un mundo bipolar que estaba completamente ausente de la otra cara de su obra, a todas luces humanista, vanguardista y cosmopolita.
Para no cancelarlos de golpe y porrazo, (como lamentablemente me vi obligado a hacer antes de su retiro en 2023), dediqué muchas horas a leer a Jean-Paul Sartre y Albert Camus a partir de los linderos que el primer Mario trazó en la Universidad de Puerto Rico y en Ediciones Huracán de sus marcos teóricos. Gracias a él, respetado por José Luis González y Rosario Ferré, conseguí abrir camino para atravesar los libros de de estos dos filósofos franceses que se declararon enemigos íntimos y dividieron a la ‘intelligentsia’ revolucionaria.
No obstante, mi admiración por el Mario iluminado cayó en picada al ver al Mario trompetillas tratando de controlar los exabruptos macartistas de don Luis A. Ferré en el Centro de Bellas Artes de Santurce, sin éxito. En vez de un playboy ultra con acceso a la Academia madrileña calmando a un autócrata anciano de provincias en aquella presentación de “La fiesta del chivo” parecían dos intelectuales jugando torpemente a la razón cínica del “bad cop, good cop” por el bien mayor de la ‘neutralidad’ de la palabra.
El deterioro avanzó tanto que el letrado recostado en sus laureles pasó revista de los grandes cambios globales de la posmodernidad sin salir a las calles ni meterse ‘de profundis’ en la Internet (“La civilización del espectáculo”) y evaluó la obra de don Benito Pérez Galdós por encimita, como maestro de escuela resentido a causa de un anonimato que él nunca ha tenido (“La mirada quieta”).
La fosforescencia del Mario original se apagó por completo (aunque por suerte puede consultarse su libro “La verdad de las mentiras” en caso de nostalgia) y sólo quedó expuesta la bilis del Mario cascarrabias que, ni por haberse ganado el Nobel ni por respeto a sus millones tras el éxito del Boom, estoy dispuesto a volver a tragarme.