Escribe Manuel Clavell Carrasquillo / De la Redacción de Estruendomudo
Hay gente que no siente dolores, no tiene achaques, pero están también los cargadores del enorme peso de una enfermedad, extraña condición físicomental, y ese hecho irrefutable de ser y estar enfermos los parte en pedazos, los rompe, los debilita y los retuerce entre gritos, ya reprimiendo el próximo quejido o dejándolos salir por los suspiros, sin consecuencia sanadora, mientras intuyen que el coronavirus los estremecerá con más fuerza, entrará en nuestras áreas más íntimas y nos dificultará la respiración, nos dejará sin aire, y esto muchos no lo comprenden, lo que significa quedarse sin aliento, que le falle a uno lo más básico, que es esa paz que trae la suave inhalación tras su contraria, aquella imperceptible entrada y salida del oxígeno, para que como una tempestad que penetra de sopetón una isla pequeña se apodere de ti el peor de los desasosiegos, que es presentir que te asfixiarás en solo dos segundos y asfixiarte de verdad, volver al desespero de tus vías respiratorias hirviendo en carne viva, porque vendrá, inexorablemente avanzará el aire ahogado, provocando que sientas la destrucción de las cavidades que se esconden detrás de tu cara, hincadas por miles de alfileres a la vez pero que te herirán individualmente, te rasgarán las paredes de los globos de los pulmones, inflados por una sustancia maligna, llenos de aguas inmundas, te quemarán las narices, las bembas inflamadas y, para los iniciados en tales suplicios, el desembarco de la pandemia será una nueva vuelta a esos horrores, que muchos sienten a diario, otros intermitentemente, muy a pesar de la compañía, paliativos y distracciones, porque enfrentar cualquier dolor siempre trae, tarde o temprano, un hundimiento en soledad, un derrumbamiento en la más recóndita habitación de nuestro ser mediante el cual se trituran los deseos de arrastrarse con fatiga por todos los laberintos y desvíos de la persona que uno es o está en proceso de siendo, que esas telarañas reflexivas suponen, un mirarse desde adentro con desde fuera, un juicio que no termina nunca sobre sí hacia el mundo que desemboca en las típicas carreras, pesadillas, de las mentes aturdidas que conforman el conjunto de los adoloridos, pánicos negados a apagarse del todo por los que estamos en la eterna búsqueda de la fuga de aquellas punzadas terribles, de estas señales nerviosas recordadas, imaginadas, lentas en cortar la comunicación con el neurosistema central, cuya macabra caravana de verdugos hace que nos duela tanto, que nos duela cada vez más fuerte y caigamos por los abismos delirantes de las fiebres, suficientemente lejos de la posibilidad de que cese, este dolor, desaparezca entre la vida o la muerte.