Escribe Manuel Clavell Carrasquillo // Fotos y vídeo Herminio Rodríguez
El escuadrón de los Rumba Dancers atacó el Rancho de los Trovadores en la ruralía de Caguas a las seis de la tarde de aquel domingo familiar caluroso con ánimos de “matar la liga” de guajira, enfrascándose en una batalla campal contra tres otras escuelas, y sus respectivos conjuntos musicales, para dominar ese baile inventado por los boricuas sobre canciones de merengue o bachata.
Madeline Rivera, la profesora de danza que preside la tropa, traspasó con sus estudiantes la línea de hombres y mujeres de seguridad que detectaban metales y custodiaban el negocio. Saludó a los maestros de las escuelas contrarias y le dio una mirada profunda al enorme rectángulo techado, pero sin paredes, con pista en cemento pulido, cercada por una barra, el mostrador con la vitrina de las frituras y una terraza que sigue hasta la quebrada con bancos y mesas. Allí iban a parar con la lengua afuera los cansados (enchumbados en sudor), los hambrientos con antojos de morcillas o viandas, las parejitas “apestilladas” y los desahuciados que, como tú, tenían los “pies izquierdos”.
Acto seguido, “la mamá de los pollitos”, como llaman a Madeline su centenar de “guajireros”, delimitó la estrategia y se abrió camino entre los “bailaores”. Luego de medir fuerzas con “el enemigo” (otras comunidades bailarinas como los Chango Dancers, Swing Dancers, Bachata Dancers, Guaynabitos, Calo Dancers, Revolutions o Diamond Dancers, entre otros) se ubicó frente a la tarima designada para su escuadra y la agrupación de “secuencia” K-Chimbo, que es la que siguen los Rumba Dancers en un circuito imparable de prácticas, competencias y “jangueos” fuera del “salón de clases”.
Ese método de enseñanza adoptado por estas industrias creativas “realengas” en forma espontánea, sin fomento del estado regulador y excluyente de géneros musicales “pop” tan “autóctonos” como éste, incluye paradas clave en lechoneras y chinchorros. Sobre todo, en los que quedan en el trayecto de los municipios servidos por el expreso PR-30, con su meca en Guavate, y otras comarcas de evangelización cultural que se extienden con su discurso de bienestar para la juventud alejada de las drogas hasta Cataño, Yabucoa y Ponce.
Tus pies de plomo no te permitían acercarte como copartícipe. Estabas aturdido, no tenías la “estámina” y, al caer la noche, permanecías muy distante. Pero en la Unión de la Guajira II, organizada meses más tarde por Raphy Pion, líder de Guajira de Fuego, para celebrar la paz entre los exponentes del arte, el fotógrafo te lanzó al medio. Te endilgó un “flash” para que lo apuntaras contra la cámara.
La gente a contraluz se veía de otra manera. Formaban hileras paralelas de seis parejas en casi igual proporción y perspectiva de género entre “straights” y “gays”, enfrascándose en las vueltas de la salsa, mientras los pies marcaban el chachachá y las caderas se contoneaban en un “bachateo reguetoneado” que, todo mezclado en una coreografía bien acelerada sin repetir rotaciones, resultaba en una fusión sabrosona y compleja; no apta para la vieja escuela tropical, “firulísticos” ni lentos.