Viejas pausas en la deriva
Por Manuel Clavell Carrasquillo
Para mi querida Lillia Cruz Viñas
La Plaza de Armas intramural, cerrada por todos sus lados, me ha servido de refugio tantas veces, según fue planificada por los militares. Recuerdo hacer paradas allí jadeando por las carreras que nos daba la policía a la juventud borracha enrredada en peleas de machitos persiguiéndose unos a otros desde la Plaza San José en los años 90 y también huyendo del pepper spray y más místers con macanas durante el Verano del 19. Allí he filosofado con café o Medalla sentado en un banquito de madera resistiendo el aburrimiento claustrofóbico de los sábados boricuas y he bebido cubalibres de fiesta patronal, pendiente a la cantante de la tarima o a les bailarines de danzas criollas o jíbaras. En ese minizócalo he entrevistado artesanos y esperado a tantos panas que subían para ir a la librería juntos o a las fiestas de San Sebastián antes de la caída de la noche. Para mí ha sido un entrañable lugar de paso en mis derivas por la ciudad vieja, una encantadora plataforma superior para fumar como chimenea Marlboros viendo las palomas alimentadas por los niñes antes de llegar a El Morro a pie desde la estación de Covadonga. Es una de las plazas que más he pisado para bembetear por los teléfonos públicos que la cruzaban o en pausas que hacían mis corillas combativas para cuadrar muchísimos jangueos psicotrópicos entre El Batey y Kruggers. Lo que no puedo precisar es cuál es la que más he usado de sus cuatro salidas ni hacia dónde exactamente he partido.