Escribe Manuel Clavell Carrasquillo

Fotos del TL @MarioTestino (arriba) y MCC, centro

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We are alone”, dice Zizek mirando a la cámara en la película The Pervert’s Guide To Ideology, y Gaika ladra, exigiendo que apague el Netflix, deje el vicio y me ponga a hacer algo productivo. Lo apago, para complacerla, maldita perra loca conservadora, siempre en negación y en busca de reclutarme con sus jaujaus histéricos para que recaiga frente a los ídolos del embuste, promoviendo imágenes de confort y esperanza colectiva redimible uno de estos días futuros e inciertos por medio de cantazos de rabo redentoristas, supuestamente alegres, cada vez que la alimento. Pero eso se tiene que acabar, aquí el que mando soy yo, el fucking amo, y para que vaya acostumbrándose a la idea de que no puede manipularme como le dé la gana, la ignoro como perra, cojo el celular y marco el número de un cómplice del desquiciamiento nocturno y santurcino, a ver si la suerte me acompaña hoy después de tantos meses en los que ese pana me ha ignorado y puedo irme a desordenar con él “en paz” para la calle, lejos de esta perra suertuda, rescatada de las garras del nacionalismo vasco y adoptada en Borinquen luego de un viajecito traumático por mí, la más reciente víctima de sus mordiscos ideológicos. Pero no se da el encuentro, no hay comunicación con el pana bestia, que de seguro sigue perdido en la búsqueda incesante de jevos desechables, cervezas a bajo costo y no sé cuántas otras drogas duras impronunciables ante tan pulcros lectores. ¿Me quedo con esta demonia fanánica de Mariano Rajoy encerrado aquí, piensas, o salgo solo?

El debate interno al que me entregué en ese instante, todavía en el sofá, control remoto en mano, celular en posición de descanso sobre el brazo forrado de microfibra, y observado por Gaika desde su camita de PetSmart acomodada en la sala, me llevó a pensar en el falso de Markus y en las razones que tendría para haberme dejado de contestar las llamadas hace par de meses. No entendía cómo era posible que después de tantos años de jangueos en juntilla inseparable por los antros gay alrededor de la isla Markus me sacaba el cuerpo los días regulares en que nos íbamos de rumba sin que le hubiese hecho absolutamente nada. O quizás sí, y el problema es que no puedo identificar en qué consiste lo que le hice, y menos su molestia, si alguna. En ese ir y venir del sentimental qué será lo que le pasará a esa loca problemática conmigo fue que caí en cuenta y empecé a bregar con lo obvio reprimido: Markus hace tiempo que estaba fuera de sí, de mí, y que ya no éra(mos) el mismo de antes.

La perra se dio cuenta de la vaina nostálgica y un tanto trágica en la que caí al revelárseme el conflicto dramático en el que estaba metido porque se me salió un suspiro involuntario pensando en el Markus del diablo y lo feliz que me hacía con sus malabarismos extremos en sitios públicos. Gruñó, sacó los dientes, me miró con la contemplación incompasiva que siempre me tiraba en medio de mis trances e hizo que volviera al mundo, frustrado, molesto, desilusionado porque ya nada era lo que era pero todos seguíamos, buitres carroñeros deep inside, pendientes al chisme de lo que fue y no ha vuelto.

Me paré de aquel sofá que parecía el hoyo negro de la memoria queer isleña y me sacudí el mal sueño pero, por más que me lo intenté quitar de encima, volvía intermitente mientras andaba del pasillo al baño, me quitaba la ropa y prendía la ducha, me enjabonaba y establecía en el cerebro ya jodido o hecho leña el orden del desastre: voy a salir por esa puerta y me voy a ir a janguear como si no hubiese mañana. Como en los viejos tiempos. Y voy a dejar todos estos fantasmas baratos y chocarreros aquí con esta perra vasca para que ella los devore como si fuesen carne cruda de ternera fresca o ponkas en la pista deseadas por bugarrones acabados de salir de presidio.

Debajo de la ducha conseguí unos segundos de calma.

Egipcia

Se acabaron pronto, con la invasión de flashbacks que me llegaron con el contacto del agua tibia sobre conversaciones comenzadas en la acera del bar gay Tía María Liquor Store en la avenida De Diego, entre patos viejos y tecatos zafios pide pesos, fumadores sin miedo de enseñar pelos y chichos que relajaban y se pelaban entre sí a grito limpio mientras entre los úcares se filtraba la luz de embuste de los postes que me iluminaban al decirle a Markus que cruzáramos la calle para ver los detalles de los grafitis en las paredes de los negocios de al frente. Viendo el de aquí arriba, me dejó mudo la mujer (y hombre) en camisilla con la calavera sobre la cabeza y el cigarrillo entre los labios virados, entre las dos partes del pico, como en geroglífico, en perspectiva. La egipcia-egipcio se negaba a fijarse en mí, con boca-pico de pato que chupa hasta colillas y aspira todo tipo de polvos, lácteos, cristalizados, hilillos viscosos y torrentes que, luego de chocar contra las paredes de las cavidades húmedas, desaparecen para siempre entre la niebla del acto culminado, tal y como Markus cuando sin mediar palabra me dejó allí plantado sin dar un porqué perceptible y cruzó para Tía María, perdiéndose entre las notas de una canción de Yolandita tarareada por dos flacos con pipa frontús, en bermudas y con recortes tipo Ricky Martin con partidura bien partida que jugaban billar en lo que se agotaba la fila para ir al baño.

Respiré hondo, le di la última mirada al grafiti de la egipcia-egipcio atrapada en un nombre, una firma o una frase ininteligible del grafitero, y me fui con ella metida en la cabeza de vuelta a la barra. Le pedí un shot de Tequila Rose a la beba buenagente que lo mismo sirve los palos que arrastra el dron de la basura lleno a reventar hasta la calle. Me dejé invadir por la música de la Yolanda-Fuiste-Un-Sueño a todo volumen del berrinche que es plegaria y petición urgente –quítame a ese hombre del corazón– y el aire acondicionado se me fue instalando entre los poros que empecé a compartir voluntariamente y sin querer queriendo con los machos apiñados: conversadores, mirones, gritones, presentaos, tocones de vez en cuando, indiferentes, y brindé en silencio por el jodido Markus y nuestro eterno pacto de separación en las zonas de cacería y ataque.

Para los que no nos conocen aún ni se imaginan, por jartera de jarabe burgués por ojo boca y nariz, el tratado diplomático que tengo con Markus consiste en que al que le aparezca un jevo durante un jangueo entre panas se pierde, nadie conoce a nadie y no se preguntan pendejaces ni se piden explicaciones. Que el amor es libre, coñazo, y está bueno ya de tanta velaera y tanta preguntaera. Usted se enrosca en el cuello del que le corresponda y no avisa, le da besos detrás de las orejas en plena oscuridad mientras los demás machos empujan y piden permiso al paso y no jode y no textea y no avisa. Usted simplemente busca la boca del jevo recién pescado y la complace mordiéndola con la fuerza que se pacte al tiempo que averigua qué agarrar, y en dónde, olvidándose del maldito corillo de los panas y del pana, y no avisa, del nocivo pana que se pierde y que se vuelve a encontrar en la noche laberíntica, vomitiva y repetitivamente, más tarde, quizás en el epicentro de la perdición del efecto que me hizo el segundo shot de Tequila Rose, ya domado por el apretón de nalgas que me dio el flaquete calvo bello que me levanté, o me levantó él la camisa para acariciarme la santísima trinidad (el hueco del ombligo, el círculo de la tetilla, la concha de la axila) con los dedos ásperos, olorosos a tabaco, cerca de la vellonera donde me estacioné un ratito a dar cara, y a dar pelo, para que se fijara en mí, aún no-borracha y todavía un tanto risueña en medio de la multitud hambrienta de sangre, sin importar los tipos y los anticuerpos, o viceversa, pero serena, relax, fluyendo, como espermatozoide en viaje por cualquier sitio definitivamente no-vaginal, contra-natura, entre roce y roce en la resignación del verse allí en bonche de gueto de comunes mortales sin complejos, socialmente todos los jueves, viernes y sábados del año, sin falta, me consta, hasta la fiesta de navidad que se hace con bandejas de morcillas en la barra y esa multitud de jevos incorrectos se reconoce y se repite, familiarmente, cafrondamente, como debe ser, ¿cómo va la cosa, cómo van los bisnes, cómo está tu mai?

El flaquete calvo bello me decía, a ti te encanta el Tequila Rose, la cremita esa, vamos a darnos otro, y me jodí, maldita sea mi vida-en-rose, porque ya al tercero no respondo y pelo pabajo, y empiezo a gritar “coje pa casa”, que era exactamente lo que quería, pero no articulaba, en parte por pudor y en parte para que no se filtrara el choteo de lo ajentao y lo esbocao del contagio con el mood general de la concurrencia desesperada por un buen estruje de esquina polvorienta y olorosa a cerveza añejada desde la inauguración del antro de la patería nacional más consistente del área metro, no sin antes, maldita sea, repito, porque esto hay que repetirlo, mostrar los true colors de los pavos reales de plástico barato que son los reclamos y los culipandeos y el quítate-tú-pa-ponerme-yo de la moral en calzoncillos, puñetaaaaaaaa, la fucking moral en calzoncillos boxer briefs que siempre se churretea por allí, como si las batuteras del Opus Dei fuesen ellas mismas, travestidas con botitas altas de cuero pintado de blanco y con mucho flequillo, portando cada uno una letra en una cartulina de escuela elemental pero bocabajo, por bocabajeras que son y envidiosas, las muy fashion police forces del buen comportamiento y el prestigio, ay chús, nos jodimos ahora después de tantos años con Guille en el clóset de Entrando por la Cocina: en escarcha multicolor y tutifruti sobre pega blanca lechosa se atreven a poner LGBTT QXYZ. Sweet Baby Jesus!

Tuve que abrir el grifo del agua fría a to jender para salir de esa vuelta de carnero espiritual que me esbarató el sistema y cuando me cayó en la cara el chorro helado por más de tres minutos alcancé la condición de mínima decencia o la vuelta-en-sí, el despertar a mi triste realidad neurasténica detrás de la cortina del baño. Respiré hondo, me ubiqué en tiempo y espacio, recordé que ese grafiti no estaba frente a Tía María sino en la avenida Fernández Juncos, casi llegando a la bajura prieta de la parada 23 abajo, me mordí las bembas mías porque las del flaquete calvo bello desaparecieron de mi vista y reclamaban triste sustituto, cerré la llave y empecé a secarme con la toalla. Entre tanto, el efecto cortante de los dientes me arrastró a la resignación de mi estado solitario con sabor a sangrita con limón y sal, perversa explicitación del golpe de la ideología del amor y la amistad perforada por otro ladrido lacaniano de Gaika; la maldita perra salvaje que no pudo esperar a que me secara este cuerpito, alone, para reclamar compañía regando el chisme desde el balcón hacia todos los pisos del condominio: que depende de mí para comer y también está bien hambrienta del otro que soy yo, apeteciblemente, como el pedazo negro de carbón que en el restaurante El Bulli de Ferran Adrià es el estéik medium rare que a ella la encanta y la emboba por dos días seguidos, no tanto como a Markus, bambalán de bambalanes, que anda más perdío que un juey bizco y desencantado por demás, eso queda meridianamente claro. Clarisísimo.

Lo demás también se contará.

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